martes, 28 de abril de 2015

La descripción


4. DE KIMONO Y DE OVEROL

Durante ese verano de 1928, me cansé de estar embarazada. La panza me crecía y no se confeccionaban vestidos elegantes para ese estado. Incluso las augustas matronas preñadas preferían quedarse en casa y no exhibirse en público. Casi como si el embarazo fuese una impudicia. No era mi caso. Adopté un kimono como de película de Hollywood y con él trataba de estar linda por las tardes. El kimono era un rojo púrpura con anchos ribetes blancos en el cruce sobre el pecho y las mangas, ramas de delicadeza japonesa se dibujaban sobre la tela.
Así salí fotografiada en una nota para La Nación que nos sacaron en aquel momento. Aparezco con el pelo abierto en raya al costado izquierdo, la melena cortada a la altura de las orejas, un mechón cayendo a propósito sobre la frente, y maquillada al estilo de los twenties: sombra oscura sobre los párpados y los labios muy rojos.
Horacio, ceñudo, un tanto despeinado, deja ver un esbozo de sonrisa entre el bigote y la barba. La mano izquierda no se desprende de su eterno cigarrillo y calza sandalias confeccionadas por él mismo. Para aquella foto aceptó quitarse el overol manchado de grasa que usaba a diario, como una gran concesión hacia mí, porque no le importaban los periodistas ni tampoco salir vestido de aquella forma en los periódicos.
Mantenía el espíritu de gran transgresor que lo había animado en su lejana juventud montevideana, cuando lideraba la archidiócesis del Consistorio del Gay Saber. A los veinte llamó la atención por la excesiva y atildada elegancia en el vestir; ya sobre los cincuenta se atuvo a lo contrario: parece lo más posible a un trabajador manual muy pobre. Despreció la vestimenta tanto como antes la había apreciado. Era otro modo de practicar el «épater le bourgeois» moderno.  (...)

Fragmento extraído de “La vida brava. Los amores de Horacio Quiroga”
de  Helena Corbellini (2010)
Montevideo. Ed. Sudamericana Uruguaya S.A




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