viernes, 3 de abril de 2015

El discurso del Pavo - Gabriel García Márquez










El niño había esperado el bus en la acera marcada con la cinta amarilla y lo había tomado des­pués de que lo hicieron todos los pasajeros. A diferencia de los otros, el niño llevaba un pavo debajo del brazo. Y quienquiera que haya visto un pavo debajo de un brazo, sabe que no hay animal más pacífico, más inofensivo y serio y que, ninguno como él representa con mayor pro­piedad su papel de víctima propiciatoria.
El niño se sentó en uno de los asientos laterales, contra la ventanilla. Llevaba el pavo para al­guna parte. Tal vez a venderlo en el mercado. Tal vez a regalarlo. Tal vez para que algo fuera extraño simplemente lo llevaba a dar una vuelta por la ciudad, como llevan las damas su peki­nés favorito. En todo caso, el niño iba allí tan pacífico, inofensivo y serio como el pavo.
De pronto, cuando ya parecía haber pasado el momento oportuno para protestar, la dama que ocupaba el asiento vecino empezó a incomodarse. Primero se incomodó con un gesto displicen­te. Luego, como en un proceso de reacciones internas, se llevó las manos a las narices, después se estiró, buscó al cobrador con la mirada llena de propósitos amenazantes y, finalmente, cuan­do el proceso interno llegó a su punto de ebullición, hizo la estridente protesta que pareció un verso fabricado para la literatura de tocador:
— ¡Si no me quitan este pavo me desmayo!
Todos sabíamos, desde luego, que aquella saludable y peripuesta señora era capaz de todo, menos de desmayarse. Pero la protesta había sido formulada en un tono contundente, tan de­finitivo e irrevocable, que todos empezamos a temer que sucediera lo que sucede siempre. Es decir, que bajaran al niño con el pavo.
Y él iba allí, contra la ventanilla, pegada la frente al borde de madera, sin ninguna preocupación por lo que pudiera decir la señora. En sus brazos, el pavo tenía toda la distinción de un caballero venido a menos, de uno de esos mendigos a quienes todos respetan porque recuerdan que, diez años antes, era uno de los hombres más acaudalados de la ciudad. Digno, intachable, el pavo parecía ser la única cosa lo suficientemente humana como para desmayarse frente a un mal olor.
Entonces alguien propuso, en voz alta, que se le aceptaran los diez centavos del pasaje, para que el pavo pudiera ocupar el puesto de la mujer. Otro, menos guasón, ofreció cambiar su asiento con el de la indispuesta dama. Pero ella no parecía dispuesta a transigir, sino que, re­chazando todas las fórmulas propuestas, insistió con palabras que iban para discurso cívico, que no podía permitirse que en un vehículo de servicio público viajaran animales plumados, en confusión con los implumes.
Y ante la rabiosa andanada de aquella viajera patrióticamente antipática el pavo permanecía digno, sereno, imperturbable. Nunca se vio pavo más insultado, pero tampoco animal más dis­creto y silenciosamente irónico.

Extraído de Textos costeños
de Gabriel García Márquez (1981)
Ed. Bruguera.


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