El niño había esperado el bus en la acera marcada con la cinta amarilla y lo había tomado después de que lo hicieron todos los pasajeros. A diferencia de los otros, el niño llevaba un pavo debajo del brazo. Y quienquiera que haya visto un pavo debajo de un brazo, sabe que no hay animal más pacífico, más inofensivo y serio y que, ninguno como él representa con mayor propiedad su papel de víctima propiciatoria.
El niño se sentó en uno de los asientos laterales, contra la
ventanilla. Llevaba el pavo para alguna parte. Tal vez a venderlo en el
mercado. Tal vez a regalarlo. Tal vez para que algo fuera extraño simplemente
lo llevaba a dar una vuelta por la ciudad, como llevan las damas su pekinés
favorito. En todo caso, el niño iba allí tan pacífico, inofensivo y serio como
el pavo.
De pronto, cuando ya parecía haber pasado el momento oportuno
para protestar, la dama que ocupaba el asiento vecino empezó a incomodarse.
Primero se incomodó con un gesto displicente. Luego, como en un proceso de
reacciones internas, se llevó las manos a las narices, después se estiró, buscó
al cobrador con la mirada llena de propósitos amenazantes y, finalmente, cuando
el proceso interno llegó a su punto de ebullición, hizo la estridente protesta
que pareció un verso fabricado para la literatura de tocador:
— ¡Si no me quitan este pavo me desmayo!
Todos sabíamos, desde luego, que aquella saludable y peripuesta
señora era capaz de todo, menos de desmayarse. Pero la protesta había sido
formulada en un tono contundente, tan definitivo e irrevocable, que todos
empezamos a temer que sucediera lo que sucede siempre. Es decir, que bajaran al
niño con el pavo.
Y él iba allí, contra la ventanilla, pegada la frente al borde
de madera, sin ninguna preocupación por lo que pudiera decir la señora. En sus
brazos, el pavo tenía toda la distinción de un caballero venido a menos, de uno
de esos mendigos a quienes todos respetan porque recuerdan que, diez años
antes, era uno de los hombres más acaudalados de la ciudad. Digno, intachable,
el pavo parecía ser la única cosa lo suficientemente humana como para
desmayarse frente a un mal olor.
Entonces alguien propuso, en voz alta, que se le aceptaran los
diez centavos del pasaje, para que el pavo pudiera ocupar el puesto de la mujer.
Otro, menos guasón, ofreció cambiar su asiento con el de la indispuesta dama.
Pero ella no parecía dispuesta a transigir, sino que, rechazando todas las
fórmulas propuestas, insistió con palabras que iban para discurso cívico, que
no podía permitirse que en un vehículo de servicio público viajaran animales
plumados, en confusión con los implumes.
Y ante la rabiosa andanada de aquella viajera patrióticamente
antipática el pavo permanecía digno, sereno, imperturbable. Nunca se vio pavo
más insultado, pero tampoco animal más discreto y silenciosamente irónico.
Extraído de Textos costeños
de Gabriel
García Márquez (1981)
Ed. Bruguera.
Ed. Bruguera.
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